Por: Germán A. Ossa E., Geross.
Notículas a propósito de los diez años de la Ley del Cine. Es
común oír hablar del “nuevo cine colombiano”.
Enunciación que hace pensar en algunas generaciones que renovaron cines
nacionales en momentos de crisis estéticas y/o políticas. Para la historia del
cine el calificativo “nuevo cine” nos pone a pensar en movimientos de
renovación que supusieron un quiebre con una tradición estética desgastada.
Ejemplos obvios son la “Nueva Ola del Cine Francés”, el “Neorrealismo
italiano”, o los nuevos cines argentino o el iraní de años recientes.
Hablar de nuevo cine supone que hay un cine viejo, y por lo
tanto una historia. Por ello, la expresión “Nuevo cine colombiano” parece
imprecisa, pues es difícil identificar una historia del cine nacional. Y no es
porque no haya habido cine en Colombia (porque lo hubo, aunque poco si lo
comparamos con otros países cercanos o vecinos), sino porque en nuestro
imaginario cultural no existe un relato articulado sobre el pasado de nuestro
séptimo arte.
En los últimos años Colombia ha tenido un incipiente
despertar cinematográfico que ha venido acompañado de un interés por revisar la
historia, por rescatar a algunos cineastas olvidados, y por generar una memoria
de la cinematografía nacional. Existe un entusiasmo por encontrar hitos
estéticos en nuestro propio cine, antecedentes que permitan generar un diálogo
con nuestra propia historia, así como la búsqueda de obras fundantes, o
referentes que admitan a las nuevas generaciones hablar del cine colombiano con
nombre y apellido.
Labor en la que es justo reconocer el notable trabajo hecho
por críticos como Pedro Adrián Zuluaga, o por el cineasta Luis Ospina, quien a
través de sus ficciones, documentales y archivos, ha ido gestando un gran
relato de la historia del cine colombiano casi a la manera de Las Historias del
cine de Jean-Luc Godard.
Y si como dicen, toda historia es también historia
contemporánea, este creciente interés por crear una memoria sobre nuestro cine
se percibe más como un momento de transformación. Por ello, y a pesar de
cualquier objeción de rigor, resulta fascinante la expresión “nuevo cine colombiano”, pues ella funciona
como una declaración de principios sobre las nuevas generaciones.
En los últimos años ha aparecido una nueva camada de
cineastas con óperas primas que emplean procedimientos cinematográficos
modernos. Apocalipsur (Javier Mejía), El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz
Navia), La sirga (William Vega), La sociedad del semáforo (Rubén Mendoza), La
Playa D.C. (Juan Andrés Arango García), Corta (Felipe Guerrero) y Don Ca
(Patricia Ayala), que son el verdadero manifiesto de una cinematografía que va
adquiriendo una verdadera identidad.
Al ver estas películas queda la sensación de que algo está
cambiando. Estos nuevos cineastas han aprendido algo, han visto algo, han
escuchado algo y lo han revertido en un cine distinto, un cine que dialoga con
la historia del cine, pero que no deja de lado nuestro imaginario. Las
películas mencionadas, entre otras muy pocas, llevan como rasgo común un tenaz
compromiso estético con el cine (lo cual implica un claro posicionamiento
político frente a la representación), que si bien dan cuenta del conflicto
social colombiano, no pretenden capturarlo en su totalidad. Por eso ellas no
ofrecen respuestas ni soluciones, sino que se presentan como relatos elípticos
e inacabados que encuentran su perfección formal en evidenciar su condición.
“El abrazo de la serpiente” es un caso aparte. Cinta que
merece un profundo respeto (no por el coqueteo al Oscar de la Academia que es
una jugarreta fantasiosa), sencillamente porque ese muchacho que la hizo (“La
sombra del caminante” y “Los viajes del viento”), es un hombre honesto que sabe
a ciencia cierta que con el espectador debe haber una comunicación sincera,
madura, inteligente, propositiva y de respeto. Por eso llegó tan lejos. Espera
más reconocimientos en muchas partes donde apenas está llegando.
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