sábado, agosto 20, 2011

Mariano Llinás o el arte de narrar.

Por:  Juan Guillermo Ramírez *

Conferencia presentada en el XIV Encuentro Nacional de Críticos y Periodistas de Cine, ciudad Pereira, agosto de 2011.

El gato que está triste y azul nunca se olvida que fuiste mía.
Roberto Carlos

La aventura es un código narrativo que hemos transitado cientos o miles de veces en nuestra vida de lectores-espectadores. Piratas, vaqueros, detectives y soldados nos han enseñado ese terreno al dedillo; cualquier mayor de edad puede adivinar cómo va a terminar una historia de ésas, incluso por qué camino. A partir de ahí sólo nos queda ser algo complacientes, nostálgicos, posmodernos, frente a la nueva maquinación cinematográfica que intente ese camino que con Los cazadores del arca perdida, Spielberg comenzó, incorporando a ese espectador veterano con guiños especialmente destinados. 

Las historias de aventuras son consideradas cultura juvenil, incluso infantil –de Stevenson a C.S. Lewis, pasando por El Hobbit de Tolkien- no por una discriminación ideológica ni porque se denigre a sus autores, sino porque nunca más vamos a asombrarnos como lo hacíamos a esa edad. Son experiencias irrepetibles, que uno recuerda toda la vida. Nunca podré olvidar cómo seguí, a los diez años, el texto completo del Miguel Strogoff de Julio Verne, con la ayuda de un atlas abierto en el mapa de Rusia, marcando con el dedo el recorrido del correo del zar, mientras leía acostado en el sofá de la sala. O el primer capítulo de La isla del tesoro, esa mezcla de temor y avidez que me anunciaba el comienzo de una experiencia extraordinaria (el comienzo de esa novela debe ser el más maravilloso escrito jamás; aún hoy me deslumbra, así como la ingeniería de Stevenson en esa novela). Uno busca en un libro, o en una película, o en una historia oral, eso que no conoce: lo distinto, lo exótico, lo lejano. Y cada vez que nos entregamos a leer-mirar-escuchar una nueva historia, se levanta una apuesta entre contador y oyente: a ver si me sorprendes dice uno, no vas a adivinar piensa el otro. A medida que crecemos, las sorpresas son cada vez menos, necesitamos algo más; el placer se vuelve intelectual, resignado, paciente. 

Pero he aquí que Mariano Llinás nos dice no, yo te voy a llevar de nuevo al pasado, al tiempo en que todo era nuevo. Lo dice desde el título de su película Historias extraordinarias, la duración, los créditos que anuncian varios directores de fotografía, incluso ¡varios narradores! ¿Qué es esto que necesita de varias voces en off?

El escenario es inicialmente trivial: El repetido paisaje de los pueblos de campo de la Provincia de Buenos Aires. Un paisaje de hoteles, de oficinas aletargadas, de estaciones de servicio, de rutas atestadas de camiones, de caminos de tierra solitarios y vacíos. En ese cosmos preciso y detallado, el film acomete tres historias paralelas. Las historias nunca habrán de cruzarse; no es la convivencia de sus personajes ni de sus argumentos lo que las relaciona. Sus puntos de partida serán clásicos. La primera: Un hombre se ve envuelto por azar en una situación violenta en la que, sin quererlo, mata a alguien y debe ocultarse. La segunda: Un hombre ocupa, en un lugar de trabajo, el puesto de otro, a quien no conoce y que acaba de morir. Ese otro, en quien nadie ha reparado nunca, se presenta como un enigma cada vez más complejo. La tercera: Un grupo de hombres discute acaloradamente sobre un tema, vagamente científico. La discusión gana en intensidad hasta que acaba convirtiéndose en un desafío. Ese desafío enviará a un tercer hombre a un viaje que nunca acabará de comprender del todo.A partir de esos comienzos (comienzos que ya han transitado, en su momento, Hitchcock, Poe y Verne), el film se abre a una trama compleja y variadísima, de historias que llevan a otras, que se desdibujan y transforman, hasta conformar una suerte de enciclopedia de los tópicos de la aventura clásica: animales salvajes, viajes por el río, mapas con cruces e inscripciones, nombres de barcos, tramas detectivescas, personajes que desde el encierro resuelven complejos enigmas, personajes que creen resolver enigmas y se equivocan, mujeres enamoradas, mujeres espiadas a través de una ventana, mujeres nunca vistas pero imaginadas, establecimientos de campo abandonados como si fueran barcos después del naufragio, incendios, inundaciones, cartas que llegan de países lejanos para personas que han muerto, edificios fantasmagóricos en medio de la llanura. Las mismas cosas de siempre, pero distintas. Las ficciones de siempre, pero nuevas. Nuestro paisaje cotidiano, que ya no habrá de ser el mismo. Llinás abre con una escena memorable y mimética: el encuentro de un personaje gris, mediocre, es decir alguien como nosotros, con la Aventura. No importa la profesión de X dice el narrador, lo que importa es que no es ni escritor ni arqueólogo ni ninguna de esas profesiones que despiertan interés en su interlocutor. Ni siquiera tiene nombre: no lo merece. X es uno de nosotros. 
X presencia una especie de transacción clandestina que sale mal, hay tiros, se encuentra de golpe en posesión de un extraño maletín. Empieza la aventura. Algo parecido ocurre en las otras dos historias principales: Z descubre la vida secreta de su antecesor en un trabajo rutinario; a H le encomiendan una misión que no comprende. Claro, desde el principio estamos divididos, como antes, entre las ganas de creer que vamos a ser sorprendidos por la historia y el mecanismo de boicot que nos lleva a intentar adivinar lo que sigue, matar el chiste a Llinás. Esto ocurre siempre y el talento del narrador consiste en sostener el interés hasta el final. Pero es muy difícil que no nos anticipemos al cierre de la historia: lo hemos visto ya muchas veces, estamos entrenados. Por eso Llinás hace un farol: la historia no cierra. Él sabe que en cuanto empiece a cerrarla, la película perderá interés con lo cual admite, y esto es importante, que ya no se puede contar de esa manera, volver atrás. Lo que hace es abrir la historia más y más, con nuevos personajes y subtramas, cantidad de datos suministrados a gran velocidad por los narradores; para desorientarnos, confundir. Tres historias en vez de una, con lo cual creemos que en algún momento pueden unirse y el abanico de posibilidades es mayor. Su apuesta es ver cuánto tiempo vamos a dejarnos engañar. Y cuenta con una ventaja fundamental: nuestras ganas de creer, como cuando un mago se presenta y nos disponemos a ver un conejo brotar de un sombrero. 

Sabemos que es un truco, pero en el fondo no queremos que nos despierten. Queremos volver a ser niños y creer en todo lo que nos dicen: de ahí el gozo, la regresión que provocan estas Historias extraordinarias. Las historias se entrecortan, se interrumpen en momentos cruciales, están divididas en capítulos con nombres de fantasía, todo apunta a hacernos recuperar la fe. La digresión continua aporta, increíblemente, subhistorias tan interesantes como las primeras. Todo está tan enrevesado que más de uno pensará que Francisco Salamone, el arquitecto autor de bizarros edificios públicos en el interior bonaerense, es un invento de Llinás (el único añadido a la vera del camino de la historia es la suposición de un pacto con el diablo). Y toleramos cada nuevo desvío porque Llinás sabe contar, sabe sacar algo interesante de imágenes tan rutinarias como las de una parejita cruzando la plaza o una vecina que baja una persiana. Stevenson era un maestro de la digresión y en La isla del tesoro hay un momento que todavía me resulta magistral. Es cuando Jim Hawkins, el héroe adolescente con quien nos identificamos desde la primera página, escapa de la cabaña donde está sitiado con los “buenos” de la historia. ¿Por qué? Para recorrer la isla, algo que había querido hacer desde que el barco atracó en ese lugar desolado y misterioso, donde sabe que hay un tesoro enterrado. Jim no aguanta la curiosidad y se lanza a la aventura, abandonando a sus compañeros en una situación difícil. 

La historia se detiene y comienza una larga descripción de los paisajes vírgenes de la isla: de pronto Jim advierte que está siendo observado y conoce a Peter Gunn, un viejo pirata “olvidado” en la isla años atrás. Stevenson nos transmite a la vez el asombro de la aventura y la incertidumbre sobre el futuro, el riesgo y la irresponsabilidad de Jim al desobedecer a sus mayores. A partir de ahí, la novela que ya era apasionante anuncio de lo extraordinario, nos sume en el desconcierto: cuando Jim vuelve a la cabaña, todo ha cambiado, ya no hay enfrentamiento y los piratas viven en el barco que sus amigos han abandonado. Cuando lo ven, ni siquiera intentan atacarlo. Creo que nunca sentí, como lector, tan sobrecogedoramente la inmersión en lo desconocido. Con sus continuas digresiones, idas y vueltas, Llinás persigue un fin parecido: sugerir mil caminos posibles, sorprender, desconcertar, convencernos de que estamos frente a algo distinto. 

Si la película hubiera tenido una duración normal, no habría sido tan potente el goce que provoca la ilusión mentada en esas casi cuatro horas. El final decepciona; pero miramos atrás y decimos “quién te quita lo bailado, o mejor: lo mirado”, lo contado. Valió la pena. En esto Llinás se relaciona, más que con cineastas, con escritores: su gesta de post-ficción tiene algo de Bolaño, o de la narración inverosímil de César Aira. 

El mejor símil que recuerdo es La experiencia sensible, novela de Fogwill que también plantea una situación de alto interés, llena de posibles tangentes y revelaciones (una familia bien posicionada viaja a Las Vegas en plena dictadura: ramificaciones en la actividad del padre, su posible contacto con las jerarquías militares, el erotismo de la niñera que llevan con ellos, los secretos del mundo del juego) para luego negarse a continuar la historia y ofrecer unas pocas, contundentes páginas sobre el significado de la aventura, el sentido de la historia y de la vida. Creo que por aquí pasa la propuesta de Llinás: devolver a un cine que agotó sus posibilidades narrativas y apuesta a la descripción como principal recurso, la posibilidad de contar historias, así sea al precio de escamotearles el último acto, para restituir al espectador –aunque sea por un rato- el goce primigenio de mirar y sorprenderse. En este sentido, su máquina desaforada de narrar no está muy lejos del David Lynch y de David Cronenberg. Como en sus films, el cierre de estas historias participa menos de una voluntad real de conclusión y más de un intento de dejarnos satisfechos con leves pinceladas de redención, puntos de concentración de sentido, o una canción amigable que nos compense por tanto rato de incertidumbre en la butaca.

Pero ¿qué es lo que tiene Llinás, qué es lo que tiene qué la hace tan atrapante? Es su capacidad para sorprender con tantos giros y estilos lo que la enriquece a medida que avanza. ¿Es un thriller? ¿Es un drama? Es todo eso y mucho más. Es también comedia y probablemente sus dosificadas cuotas de humor sean de lo mejor de la película. Desde hace mucho, no se podía uno encontrar con esa capacidad para hacer reír o sonreír con situaciones tan cotidianas y finas, al punto que la película llega a burlarse de sí misma. Pero lo más sorprendente de todo es su habilidad narrativa que se aferra a una narración omnisciente, calmada, precisa, que puede cambiar de voces en los momentos exactos sin que se pierda el interés y la relación personal con quien visiona. Hay mucha de esa narración en un libro como Operación Masacre de Rodolfo Walsh, que de seguro tiene que haber sido una influencia.
Estamos, pues, ante una película casi perfecta, pero no en el sentido utópico, sino a la manera de las obras que no tropiezan con sus propios errores, sino que los saltan y los minimizan hasta no notarlos. Porque no importan al fin y al cabo. Porque la clave está en esa intriga y esos misterios que queremos descubrir y que quizá sepamos que nunca se nos revelaran o que nunca encontraremos nada particular. Porque lo “extraordinario” no está en la historia, sino en cómo la contemos o cómo la veamos. Historias extraordinarias propone desde el principio o incluso antes una apología de la desmesura, prepara al espectador con el anuncio de sus 245 minutos, separados en tres bloques narrativos de hora y veinte cada uno con dos intervalos para pelear con la extenuación. ¿Qué tiene que contar, que le va a llevar tanto tiempo? se pregunta uno antes de tomar la decisión de pasar las horas mirando, saliendo al baño o pedir un café y luego volviendo a entrar. La pregunta es central al proyecto de Llinás, es quizá el disparador del proyecto mismo. Porque la narración no termina yendo a ningún lado, la bala se pierde en el aire, queda la conmoción por el estruendo. Lo importante, entonces, no es tanto la historia sino la posibilidad de contarla y el gusto por hacerlo: contar porque sí, porque interesa y divierte, todo lo posible hasta que el otro pida basta: ya está, no quiero más, termina de una vez

El punto exacto, el límite del interés, llega pasadas las tres horas de proyección, cuando el compañero de aventuras de H, encerrado con él en una cárcel, insiste en contarle una nueva historia a su amigo extenuado y somnoliento. Otra más no le dice H, quiero dormir, a lo que el otro responde que no, que tiene que oírla, que es una historia increíble y que le cambió la vida cuando se la contaron, o algo así. Y mientras el tipo le dice eso a H, es como si Llinás se dirigiera a nosotros: ya sé que todavía no resolví la película, quédense tranquilos, ahora van a ver. Porque hasta ahí nos ha contado a la vez tres historias con protagonistas diferentes, todas interesantes de por sí, apasionantes incluso, pero sin más puntos en común que transcurrir por rutas cercanas del interior de la provincia de Buenos Aires.

Cada vez que uno imaginó que las historias van a empezar a cerrarse, a cruzarse entre sí, Llinás ha abierto nuevas puertas hacia otros relatos que surgen dentro de los tres principales (una vecina en el hotel; un atraco fallido; la vida de un arquitecto delirante; la desaparición de una mujer) y la dimensión de la película -245 minutos, nos decimos ahí en la butaca- parece indicar que todo en algún momento va a empezar a unirse, cobrar sentido más allá del interés particular en cada una de las piezas. Estamos cansados. Estamos llegando al fondo del tarro y no hay nada. Entonces nos dicen paciencia, no te imaginas lo que viene, es buenísimo. Ya jugados, nos movemos en el asiento para atender la revelación. Y entonces César, el compañero de H, César/Llinás, (nos) cuenta la historia de los jolly goodfellows. 

Otro decurso inaguantable, suspenso eterno, el máximo estiramiento posible de un acontecimiento por venir, que resulta ser una tontería. Recién ahí se revela lo gigantesco de la broma. Esto es el cuento de la buena pipa, tan viejo que lo habíamos olvidado, pero todavía efectivo. El cuento de la buena pipa no tiene final, sólo hace evidente la posición asimétrica de contador y oyente: el contador tiene algo que el otro quiere saber o cree que le interesa, pero que nunca llega. El contador le está diciendo al oyente: te estafé, perdiste tu tiempo, yo tengo la rienda y vos viniste al pie. Es una burla. Sin embargo, no salimos enojados de la película. Las tres horas nos habían devuelto una expectativa que hacía tiempo no experimentábamos con el cine argentino. Una excitación comparable, a la que provocaban las historias de aventuras cuando éramos niños. Un reencuentro con el cine de peripecias, la pulsión del género.

Llinás ha recuperado para nosotros el territorio de la aventura. ¿Por qué lo hace? Básicamente, parece decirnos, porque era imposible concentrar nuestra atención de otra manera. Lo importante, entonces, no es tanto la historia sino la posibilidad de contarla y el gusto por hacerlo: contar porque sí, porque interesa y divierte. Es un reencuentro con el cine de peripecias, la pulsión del género. Llinás ha recuperado para nosotros el territorio de la aventura. Hay una voz en off que adopta formas realmente insólitas, porque no se limita a narrar cuanto ocurre, también opina e incluso adelanta de vez en cuando lo que vendrá, hasta ironiza sobre hechos que en realidad no suceden; en definitiva, es un ente independiente, lleva su propio rumbo a la hora de contar. Imagen, voz y caminos paralelos, se apoyan, se complementan y consiguen que, al tiempo que estamos viendo una película de la sensación de que nos están contando un cuento sorprendente. ¿Qué tiene de novedoso una serie de relatos desordenados, basados en imágenes, de bajo presupuesto, narrados la mayor parte del tiempo con el apoyo de una voz en off?  Muchas veces el cine peca de excesiva rigidez a la hora de dirigir al espectador hacia un determinado objetivo, todo está demasiado planificado, demasiado encarrilado a que veamos y concluyamos aquello que se pretende, y los recursos se ponen al servicio de lograr lo perseguido de antemano. Sin embargo, viendo Historias extraordinarias se tiene la sensación de espontaneidad total, de que no se conduce al espectador ni se le pone límites, aún con la persistente narración de la voz, tal vez porque la casualidad, el puro azar, tiene la misma importancia para sus personajes que podría tener en la vida real, lo que desemboca en que las aventuras de los protagonistas cambien de rumbo de manera natural, muchas veces sobre la marcha, incluso ante el propio asombro de la voz narradora. Las historias se van ramificando hacia situaciones absolutamente sorprendentes e inesperadas, pero siempre posibles. Llinás construye este puzle con total libertad y confiere a esa voz un papel protagonista absoluto, que no molesta ni resta peso a la creación de la cámara.

Como si fueran el reverso de tantas películas preocupadas por normalizar los nexos entre relatos dispersos, estas Historias extraordinarias potencian la unidad irreductible de cada una. Para Llinás la unidad tiene que ver con el tono desaforado y aluvional de sus detalles, con su vocación por construir una provincia de Buenos Aires convertida en reservorio de mitos, con la inteligencia para hacer funcionar una máquina increíble y gozosa donde la aventura se alimenta de todas las historias -las de amor y las de humor- hasta hacer una película que es al mismo tiempo una apología de la ficción y una apuesta generosa por la belleza y la fe en el cine, siempre a favor de filmar, como sea, con el formato que sea, con el único requisito de las ganas y la capacidad. Contradiciendo la máxima de la revista Life, estas palabras valen más que mil imágenes. Palabra e imagen conforman dos relatos que se potencian entre sí. 

Mariano Llinás hace del viaje, el viaje por el viaje mismo, su espíritu y su motor, se aleja del concepto homérico del viaje como una gran gesta heroica para recuperar el gusto de la aventura por la aventura. X, Z y H, cada uno de ellos va construyendo su propio camino, su propia aventura, como el agua que traza canales en la tierra. A veces de manera racional, otras imaginativas, pero siempre aprovechando las bifurcaciones que el propio azar les va presentando y que van marcando su destino, sin dejar nunca el objetivo de desenterrar alguna verdad escondida tras tantas aventuras y tribulaciones. Y cuando por fin alcanzan su meta se dan cuenta de que el verdadero sentido de la aventura era la aventura misma.
Así, el narrador se torna verdadero demiurgo que dirige y contradice a los personajes, mientras explica y acompaña al espectador. La voz lo invade todo y permanece viva de principio a fin. Se empieza a valorar entonces los conceptos de pausa y silencio, que en medio de tanto monólogo aportan un respiro para reflexionar sobre las imágenes. Nunca antes los diálogos y las vivencias personales de unos personajes habían adquirido tanta fuerza. Las imágenes se convierten en ilustraciones dinámicas del proceso narrativo, que, a pesar de la continua presencia de la voz, logran aparecer en momentos claves y demuestran que, al fin y al cabo, son las imágenes del viaje las que se quedan en el recuerdo y no las palabras, que se las lleva el viento. 

Es por eso que llegamos a la conclusión de que la verdadera función de la voz en “off” es crear el armazón, el soporte que mantiene la atención constante del espectador mientras las imágenes plasman la experiencia sensorial. Esto es señalado por el propio Llinás: Me siento como un narrador cuya obligación es mantener el interés del espectador en todo momento. Eso es algo que yo tengo y necesito, que el espectador esté viviendo en todo momento una experiencia intensa. Es algo que no puedo imaginar y no puedo evitar. No puedo dejar sólo al espectador. La música también se repliega al poder de la voz, cambiando su estilo de manera ecléctica para adaptarse a las necesidades de la historia. El objetivo de la música es puntear los diálogos, separar las pausas, conectar imágenes y dar ritmo y precisión a las palabras del narrador. Para completar el entramado narrativo, aparecen una serie de símbolos, muy propios de la literatura de Borges, que suponen pequeñas metas para los personajes en cada aventura. Sin embargo, estos puntos intermedios van perdiendo su significado original según avanza la trama, llegando a simbolizar el camino mismo. Descubren, al final, que no se construye un camino para perseguir una meta, sino que se marcan metas para construir su personal camino.

Seguramente  no habrá quedado nadie sin sentir la necesidad de volver a escuchar El gato que está triste y azul nunca se olvida que fuiste mía, casi desesperadamente, de un cantante tan empalagoso como Roberto Carlos tras la mirada de Historias Extraordinarias. Sobre el ecuador de su metraje, en una de tantas digresiones de las que está compuesta la narración en 18 capítulos de sus tres historias principales, comienza a sonar de improviso El gato que está triste y azul sobre la cara de una chica con unos enormes ojos azules. La fascinación que produce esa imagen construida, no tendría nada de especial (por ser una imagen mil veces repetida) si la voz del narrador omnisciente no hubiera sufrido un cambio tan imprevisto como la aparición en la banda de sonido de la canción citada. Si durante el tiempo que duró la película hasta ese momento una voz masculina narraba las historias de los tres personajes protagonistas (X, Z y H) mezclándolas sin cruzarlas, en ese momento irrumpe una voz femenina para narrar la sub-historia de Lola Gallo; uno de tantos personajes secundarios que van apareciendo en cada una de las historias. 

Hasta ese momento Historias Extraordinarias nos conducía, con la voz de un único narrador, sobre las indagaciones de sus tres personajes protagonistas en el pasado disgregado de un desconocido ausente: X en el del hombre que acaba de matar, Z en el de Cuevas y H en el del hombre que ideó el sistema de monolitos para el Instituto de Agrimensura. La aparición de la narradora femenina logra con el espectador la otredad que será imposible conseguir a X, Z y H, para dejarla presente y disponible para su estudio de una nueva manera. Si en el clasicismo fue en cómo llegar a un otro, en la modernidad en cómo solventar la distancia con el entorno, en la época denominada posmoderna, las imágenes que estudiaron esa escisión acaba por rellenar el hueco existente entre hombre-hombre y hombre-entorno. El nuevo entorno de la imagen nos es tan familiar y cercano que consigue unir lo que realmente sigue escindido haciendo olvidar que lo está. Historias Extraordinarias lo utiliza para plantearnos, a través del estudio de esa duda tan cinematográfica, como es posible acceder a todas las imágenes que tenemos disponibles de un modo afectivo. Ese cambio de narrador consigue hacerlo de forma subliminal, no solo en ese momento, sino también en los posteriores cambios que se producirán con un tercero. Llinás lo logra siguiendo las huellas dejadas por Alain Resnais con El año pasado en Marienbad. En ella se dibujaba un mundo petrificado por la memoria que convertía todo lo humano en mecánico. En ese mundo se establecía un juego entre los narradores que aparecían dentro de la propia película, X, A y M (según el guión original), donde lo importante eran las imágenes mentales que eran capaces de crear y transmitir de uno a otro para conseguir dar un relieve emocional a los personajes y crear una emoción en la imagen fría en la que permanecían encerrados. Porque la memoria ya es la propia imagen de sí misma y no se puede acceder a ella de ninguna manera (al igual que X, Z y H a las historias de los otros), Llinás coloca a los narradores fuera de su propia narración articulándola en tercera persona a la manera de una novela decimonónica. 

Con sus detalles milimétricos, sus recuentos, clasificaciones por capítulos, descripciones, digresiones y todas las figuras narrativas que convierten la narración en algo tan desmesurado que no deja lugar a la imaginación del espectador. Dándole incluso las preguntas que normalmente se haría y las respuestas que no podría obtener. Resnais acudía a una novela de Robbe-Grillet, escrita en el tiempo de la imagen, para construir sus imágenes a partir de ella. Llinás va a un tiempo en el que aún no existía imagen cinematográfica alguna para apropiarse de una metodología de escritura capaz de dirigir una atención hacia las imágenes, perdida en la rutina de las miradas. Aunque el punto de partida de ambos cineastas es muy distante, de sus objetivos solo le separa un pequeño matiz. Resnais buscaba una emoción en la imagen. Llinás busca una emoción por la imagen.

Está comprobado que si algo huele a literatura, o sea, ofrece una Historia, el espectador mostrará más interés por lo que está viendo. Y sobre todo en un época donde habíamos llegado a la depuración casi completa de la imagen, en la que se estaba convirtiendo en formula el seguimiento de una cámara a un personaje sin historia. Lo paradójico es que en ese punto donde el cine era más puro, también era donde se encontraba más próximo a la literatura. Ya que el cineasta se asemejaba a un escritor que con la única ayuda de su pluma iba escribiendo, mientras duraba la película, a su personaje. Pero como el espectador pide seguir siendo esclavo del texto y recibir gustoso los latigazos de la palabra, Llinás aprovecha esta circunstancia para fijar firmemente al espectador de Historias Extraordinarias y situarle en el lugar donde chocan unas imágenes pobremente construidas (no sin talento) a partir de una forma digital, con una hipernarración megalómana. De esta manera, los narradores van construyendo una contingencia sobre unas imágenes que parecen oníricas al comienzo del metraje y que acaban pareciendo reales (filmadas en papel fotográfico) en su final. Pero si las observamos sin la banda de sonido nos resultaran similares en todo momento. Parece obvio que ese efecto se logra por los citados cambios de narrador. Donde ya no es posible transmitir imágenes, si lo es el propio hecho de fantasear con ellas, de prestarlas atención, de crear una historia a partir de ellas.
Con un imaginario colapsado de imágenes que ocultan sus huellas, lo que propone Llinás es reconstruir las historias que no conocemos a partir de la palabra. Como todo parece estar escrito y como la memoria (los textos) si se fijan en alguna parte hace que se active su mecanismo petrificador, lo que se debe hacer es transmitir esas historias para que se pierdan. Que lo único valido sea que se han transmitido. Lo que convierte en extraordinarias las historias de Llinás, es que a pesar de la utilización de elementos cerrados sobre sí mismos, como son sus imágenes inaccesibles y su narración colosal, se  consigue dar solución a una de las aporías de nuestra época, recogiendo lo que ha quedado de cualquier arte, descontextualizandolo para utilizarlo contra lo que es inaccesible y conferirle así un nuevo estatuto de lo abierto, donde es posible construir una experiencia solo a través de lo que se va a perder por su uso.

Mariano Llinás dice: He escrito el film, lo he dirigido, actúo en él; comentarlo públicamente acaso sea un exceso difícil de perdonar. Intentaré, entonces, atenuar en lo posible esa demasía. Como es sabido, el Siglo XX ha sido testigo de un fenómeno extraño. Por primera vez, la idea de narración se ha visto divorciada de la idea de argumento. Contar algo ya no fue, necesariamente, contar una historia; el primitivo impulso de narrar se vio liberado definitivamente de ser una infantil serie de avatares y asombros y asumió como terreno de acción el Universo entero, aún en sus rincones menos memorables: Las distracciones, los olvidos, los equívocos, los lugares vacíos, los momentos en los que no pasa nada hicieron su fulgurante y orgulloso ingreso a la literatura y al cine. El argumento (que antes fuera la condición de posibilidad de todo relato) fue visto entonces como una veleidad de otros tiempos, como una mera coquetería ornamental. Nuestro propósito, nuestro desmesurado propósito ha sido experimentar con los viejos dioses olvidados de la aventura y la intriga y, de algún modo, volverlos a la vida. ¿Es posible, aún en nuestros tiempos, desenterrar las grandes ficciones sin por eso ejecutar una acción nostálgica o anacrónica, un triste baile de máscaras decimonónico? Ese interrogante (que aún no me siento capaz de responder) ha sido lo que ha dado aliento al film. En el poema que sirve de prólogo a Treasure island, el mismo Stevenson se pregunta si aún son posibles las grandes historias de aventuras, si aún es posible para él ser lo que fueron los ignotos Ballantine, Kingoston o Cooper sin caer en el ridículo o la indiferencia. Pues bien, diremos nosotros, ¿Es posible, en estos borrascosos días, ser Stevenson? Dos afanes rigen, según creo, el curso de estas historias: La felicidad de los viajes, la felicidad de narrar. Hemos evitado, según creo, la fácil tentación de plantear ambas actividades como análogas. Quien las haya ejercitado sabe bien que son muy diferentes, y que una cosa es la quieta y cerebral elaboración de tramas y de historias y otra la feliz serie de incomodidades que comporta el hecho de viajar, de dejarse llevar cada vez más lejos por las ciudades y los caminos. Viajar no ha sido para nosotros un hecho psicológico sino eufóricamente físico. Una palabra inglesa (esas palabras de las que el castellano nunca ha sido capaz) define, según creo, el espíritu que ha gobernado la ejecución de este film: Wanderlust, la lujuria del vagabundeo, la avidez por el movimiento y la deriva. Esa ha sido nuestra única bandera: Demostrar y demostrarnos que la aventura y el riesgo son todavía territorios posibles para el cine. Que un film puede ser hecho en las rutas, y que ese infinito laberinto de rutas puede constituirlo.

Esa brecha entre imagen y sonido también hace crecer la densidad del fuera de campo, que Llinás explota con inteligencia poética. Hay entonces un discurso omnisciente mostrándose en su precariedad, y unas imágenes que por su cualidad de documentos se nos hacen más ficcionales.

Mariano Llinás nos propone estimular la imaginación mediante la narración quitando fuerza a la imagen y dando protagonismo a esa voz.
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* Juan Guillermo Ramírez:
Ha sido docente de Historia del Cine, Estética Fílmica y Teoría Cinematográfica de las Universidades Unitec, Central, Externado, Javeriana, Rosario, Tadeo Lozano, Nacional, Surcolombiana de Neiva y Lumiere. 
Exmiembro del Grupo de Coproducción y Formación de la Dirección de Cinematografía del Ministerio de Cultura.
Excoordinador nacional del proyecto de Análisis y Apreciación Cinematográfica “Cine en el Cerebro Social”.  
Exasesor de programación de la Franja de Cine para Señal Colombia. Actualmente Coordinador y Programador de la Cinemateca Distrital. Crítico de cine de la revista de cine virtual Extrabismos.

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